sábado, 4 de septiembre de 2010

Maldita seas... No dejo de pensar en tí....

La mente herida
Quizá nunca hayas pensado en esta cuestión, pero en mayor o en menor medida,
todos nosotros somos maestros. Somos maestros porque tenemos el poder de crear y
de dirigir nuestra propia vida.
De la misma manera en que las distintas sociedades y religiones de todo el mundo
han creado una mitología increíble, nosotros creamos la nuestra. Nuestra mitología
personal está poblada de héroes y villanos, ángeles y demonios, reyes y plebeyos.
Creamos una población entera en nuestra mente e incluimos múltiples personalidades
para nosotros mismos. Después, adquirimos dominio sobre la imagen que vamos a
utilizar en determinadas circunstancias. Nos convertimos en artistas del fingimiento y
de la proyección de nuestra imagen y en maestros de cualquier cosa que creemos ser.
Cuando conocemos a otras personas las clasificamos de inmediato según lo que
nosotros creemos que son. Y actuamos del mismo modo con todas las personas y
cosas que nos rodean.
Tienes el poder de crear. Tu poder es tan fuerte que cualquier cosa que decidas
creer se convierte en realidad. Te creas a ti mismo, sea lo que sea que creas que eres.
Eres como eres porque eso es lo que crees sobre ti mismo. Toda tu realidad, todo lo
que crees, es fruto de tu propia creación. Tienes el mismo poder que cualquier otro ser
humano en el mundo. La principal diferencia entre otra persona y tú estriba en la
manera en que aplicas tu poder y en lo que creas con él. Tal vez te parezcas a otras
personas en muchas cosas, pero no todo el mundo vive la vida de la misma manera que
tú.
Has practicado toda tu vida para ser quien eres y lo haces tan bien que te has
convertido en un maestro de lo que crees que eres. Eres un maestro de tu propia
personalidad y de tus propias creencias; dominas cada acción y cada reacción. Practicas
durante años y años hasta que alcanzas el nivel de maestría para ser lo que crees que
eres. Y cuando por fin comprendemos que todos nosotros somos maestros, llegamos a
ver qué tipo de maestría tenemos.
Cuando un niño tiene un problema con alguien, y se enfada, por la razón que sea,
el enfado hace que el problema desaparezca y de este modo obtiene el resultado que
quería. Entonces, vuelve a ocurrir, y vuelve a reaccionar con enfado, ya que ahora sabe
que, si se enfada, el problema desaparecerá. Pues bien, después practica y practica hasta
llegar a convertirse en un maestro del enfado.
Pues bien, de esta misma manera es como nos convertimos en maestros de los
celos, en maestros de la tristeza o en maestros del auto-rechazo. Toda nuestra desdicha
y nuestro sufrimiento tienen su origen en la práctica. Establecemos un acuerdo con
nosotros mismos y lo practicamos hasta que llega a convertirse en una maestría
completa. El modo en que pensamos, el modo en que sentimos y el modo en que
actuamos se convierte en algo tan rutinario que dejamos de prestar atención a lo que
hacemos. Nos comportamos de una manera determinada sólo porque estamos
acostumbrados a actuar y a reaccionar así.
Pero para convertirnos en maestros del amor tenemos que practicar el amor. El
arte de las relaciones también es una maestría completa y el único modo de alcanzarla
es mediante la práctica. Por consiguiente, para llegar a ser maestro en una relación hay
que actuar. No se trata de adquirir determinados conceptos ni de alcanzar un
conocimiento en concreto. Es una cuestión de acción. Ahora bien, evidentemente, para
actuar es preciso contar con algún conocimiento o al menos con una mayor conciencia
de la manera en que funcionamos los seres humanos.
Quiero que te imagines que vives en un planeta donde todas las personas padecen
una enfermedad en la piel. Durante dos mil o tres mil años, la gente de este planeta ha
sufrido la misma enfermedad: todo su cuerpo está cubierto de heridas infectadas, que
cuando se tocan, duelen de verdad. Evidentemente, la gente cree que esta es la
fisiología normal de la piel. Incluso los libros de medicina describen dicha enfermedad
como el estado normal. Al nacer la piel está sana, pero a los tres o cuatro años de edad,
empiezan a aparecer las primeras heridas y en la adolescencia, cubren todo el cuerpo.
¿Puedes imaginarte cómo se tratan esas personas? Para relacionarse entre sí tienen
que proteger sus heridas. Casi nunca se tocan la piel las unas a las otras porque resulta
demasiado doloroso, y si, por accidente, le tocas la piel a alguien, el dolor es tan intenso
que de inmediato se enfada contigo y te toca a ti la tuya, sólo para desquitarse. Aun así,
el instinto del amor es tan fuerte que en ese planeta se paga un precio elevado para
tener relaciones con otras personas.
Bueno, imagínate que un día ocurre un milagro. Te despiertas y tu piel está
completamente curada. Ya no tienes ninguna herida y no te duele cuando te tocan. Al
tocar una piel sana se siente algo maravilloso porque la piel está hecha para la
percepción. ¿Puedes imaginarte a ti mismo con una piel sana en un mundo en el que
todas las personas tienen una enfermedad en la piel? No puedes tocar a los demás
porque les duele y nadie te toca a ti porque piensan que te dolerá.
Si eres capaz de imaginarte esto, podrás comprender que si alguien de otro planeta
viniera a visitarnos tendría una experiencia similar con los seres humanos. Pero no es
nuestra piel la que está llena de heridas. Lo que el visitante descubriría es que la mente
humana padece una enfermedad que se llama miedo. Al igual que la piel infectada de
los habitantes de ese planeta imaginario, nuestro cuerpo emocional está lleno de
heridas, de heridas infectadas por el veneno emocional. La enfermedad del miedo se
manifiesta a través del enfado, del odio, de la tristeza, de la envidia y de la hipocresía, y
el resultado de esta enfermedad son todas las emociones que provocan el sufrimiento
del ser humano.
Todos los seres humanos padecen la misma enfermedad mental.

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